Narración del acto 1
La casa de Bernarda Alba era sin duda alguna una oda a los caserones: gruesas paredes blancas, puertas de arco con cortinas de yute rematadas con madroños y volantes, sillas de anea, cuadros con paisajes inverosímiles, etc. Era verano, y el campanario gozaba de una inusual actividad. El marido de Bernarda había fallecido y se estaba celebrando su funeral. Aprovechando la tesitura, la Poncia y otra criada se colaron en el caserón y empezaron a comer de la despensa. Bernarda Alba, la propietaria de la casa, era una persona ruin, mezquina y severa, a la cual no importaba nadie más que ella. Trataba a sus criadas de manera hostil y dominante, por lo que las dos criadas estaban más que contentas al usurpar su comida.
Al poco tiempo, llegó Bernarda al caserón, acompañada de sus cinco hijas y de doscientas mujeres más. Para variar, nada más entrar, criticó duramente el trabajo de una de las criadas para preparar el duelo y la expulsó de la sala. Después una corta charla, donde alguna que otra mujer la criticó por lo bajini debido a algún que otro comentario de Bernarda, ella misma dio paso a los cánticos y plegarias en memoria de su difunto marido. Al acabarse los cánticos, las mujeres que entraron se fueron despidiendo de Bernarda; ella, en vez de agradecer la visita del pueblo, maldijo su presencia y deseó que nunca más pasasen por ahí.
Una vez finalizada la ceremonia, Bernarda estableció el tiempo que duraría el luto: ocho años, tiempo donde ninguna de las hijas podría hacer vida normal, honrando así la memoria de su padre. Las hijas mostraron su enorme descontento ante tal futuro; algunas de manera pesimista, con el objetivo de que se redujera el tiempo de luto. La respuesta de Bernarda fue una tajante negación, alegando que era la obligación que debían cumplir por haber nacido mujer. De repente, empezaron a escuchar voces provenientes del interior de la casa: era María Josefa, la madre, la cabeza de familia. Exigía salir de su habitación, habitación en la cual Bernarda la tenía encerrada. Por insistencia la dejaron salir al patio, para que se desahogase un rato. Para sorpresa de todas, salió cubiertas de joyas con el pensamiento de casarse con alguien. Sin duda estaba completamente loca.
Algunas chicas se fueron a cambiar de ropa, a la vez que entraba en la sala Adela, la más pequeña de la familia. También faltaba en la sala Angustias, la mayor de las hijas, por lo que Bernarda preguntó por ella. Adela contó que hacía poco tiempo estaba en el portón, hablando con unos hombres. Bernarda entró en cólera y llamó a su hija mayor. En cuanto entró a la sala, Bernarda exigió que Angustias contase qué había hecho en el portón. Angustias no acabó de formalizar ninguna frase y Bernarda liberó su cólera a base de golpes de bastón que hicieron llorar a su hija. Por suerte llegó Poncia a poner un poco de orden. Se quedaron en la sala solas Poncia y Bernarda, y para intentar calmarla, la criada contó lo que habían hablado los hombres en el portón. Se comentaba que Paca la Roseta, una habitante del pueblo, había ido con unos hombres al olivar, donde pasaron toda la noche “jugando”. Además de eso, los hombres comentaron cosas que a Poncia le daba vergüenza pronunciar. Bernarda, al enterarse de que su hija había escuchado eso, se enfadó. Ella no aceptaba que sus hijas supieran alguna que otra cosa, debían seguir la doctrina que ella ordenaba, y este tipo de cosas la enfurecían. Poncia intentó hacerla entrar en razón: sus hijas ya eran suficientemente mayores, especialmente Angustias, que tenía 39 años, pero ella no se bajaba de la burra. Pensaba que sus hijas, por ser suyas, tenían un caché que nadie en la zona era capaz de tan siquiera acercarse. Bernarda zanjó la conversación y la mandó a trabajar.
En otra sala, Amelia y Martirio estaban hablando de sus cosas. En un momento, surgió el tema sobre Adelaida, una chica del pueblo. No había ido al duelo por miedo a Bernarda. Ella sabía el origen de sus riquezas, y ese conocimiento la atormentaba. De hecho era la única en la zona que conocía el tema, por lo que la presión era aún mayor. De repente entró en la sala Magdalena, contando que había dado una vuelta por la casa, recordando viejos tiempos, y que también había visto a Adela con un espléndido traje que ella misma bordó. Pasó Angustias por la sala, cosa que dio pie a que se hablara sobre las supuestas intenciones de Pepe el Romano de casarse con Angustias. Todas sabían por qué no pretendía a Adela, la más joven y guapa de la familia. Ahora Angustias recibía la herencia de su padre, cosa que la posicionaba como candidata ideal para Pepe el Romano, un joven muy guapo de la zona. Al poco tiempo entró Adela con el traje, traje de color llamativo, cosa que no era demasiado adecuada teniendo en cuenta que el periodo de luto había empezado oficialmente. Sus hermanas le recomendaron que le diera el traje a Angustias, ya que era evidente que se iba a casar en breve. Esta noticia hundió a Adela, ya que ella estaba enamorada del joven. Apareció en la sala una criada informando de que Pepe el Romano se estaba acercando al caserón, y acto seguido las chicas salieron corriendo para verle, todas excepto Adela, que tardó un poco más en salir.
Mientras tanto, Bernarda y Poncia comentaban la desigual repartición de la herencia, cuando que vieron salir a Angustias maquillada. Su intención era recibir a Pepe el Romano, pero Bernarda la regañó y quitó de manera violenta con un pañuelo los polvos que se había puesto en la cara, y la mandó irse. Entraron todas las chicas en la sala por el revuelo que se había montado, y por el mismo revuelo se generó tensión entre ellas. En medio de la discusión, entró María Josefa con la misma idea con la que se cubrió entera de joyas: quería casarse en la orilla del mar, con un hermoso varón. Bernarda se enfureció y mandó que la encerrasen otra vez en su habitación.