Relato de infancia
Amanecía un nuevo día para Pepín, un muchacho alegre, despreocupado y entusiasta. Cantaba el gallo desde hace rato y su madre no paraba de llamarlo a voces: ¡Pepííííín, Pepíííííííín! Él restregaba la almohada por su cara con la intención de llegar a sus oídos y tapárselos para que nadie perturbase su sueño. Según Pepín, él ya era mayor, tenía ocho años recién cumplidos, cosa que le permitía tener un poco más de libertad, por lo tanto podía gozar del sueño un ratito más. Pasados unos minutos escuchó los fuertes y escandalosos pasos de su madre dirigiéndose a su habitación, eso provocó, como si se tratara de un acto reflejo, que Pepín saltara de la cama y se quitara el pijama en pocos segundos. La puerta se abrió, y como un rayo, sin dar tiempo a que su madre dijera nada, Pepín ya había salido de su cuarto dirigiéndose a la cocina de su humilde morada.
Vivían en un pueblo pequeño de montaña, en Huesca. Después de desayunar Pepín fue a visitar a su padre, Serevino Bello, a su oficina de trabajo. Había un largo recorrido desde su casa hasta la oficina, que normalmente su padre hacía en mula, pero Pepín, como ya era mayor y tenía ocho años se dispuso a ir andando. Pepín se distraía tarareando canciones, observando los paisajes verdes, admirando a la naturaleza, era un chico muy curioso, era curioso hasta tal punto que vio que el sendero que estaba atravesando se dividía en dos y cogió un camino oscuro, frío y con un cartel en el que ponía: “Prohibido el paso, sendero desierto desde la prehistoria.”
Él era un aventurero, se adentraba por el camino y cada paso que daba lo alejaba de la luz, los árboles cubrían el cielo sólo se apreciaban siluetas. Pepín estaba muerto de miedo, pero se repetía una y otra vez, tengo ocho años, ya soy mayor, este camino no puede conmigo. Pasaron cuatro horas y Pepín aún seguía andando con un temblor escalofriante en las piernas. Agotado, decidió rehacer el camino andado con la finalidad de volver a casa. Tras muchas horas de andar, salió otra vez al cruce donde se había desviado, dejándolo atrás para volver a su casa, cuando de repente escuchó una voz masculina que decía: ¡Pepíííííííín! Era su padre, que se acercaba a él galopando encima de su mula. Pepín le contó todo lo que le había pasado y su padre lo montó en la mula y se lo llevó para casa.