De Fernando de Rojas a Eduardo Mendoza
Geolocalización
de La transparencia
del tiempo
La Habana
L'Alta Garrotxa
San Juan de Acre
@motohito (2019): La Habana
La Habana
Para empezar, le gustaba paladear los nombres de las calles
En cada ocasión que recorría las calles del centro de La Habana, cada vez más degradadas por la pobreza y el abandono histórico, Conde se empeñaba en encontrar bajo las capas de suciedad, años y precariedades de todas las especies y géneros, los posibles (o imposibles) encantos sobrevivientes de una zona de la ciudad que floreció cuando las viejas murallas coloniales fueron incapaces de contener el crecimiento de una villa potente y pretenciosa.
Para empezar, le gustaba paladear los nombres de las calles: Virtudes, Lealtad, Concordia, Amistad, vías de apelativos éticos; Águila y Dragones, de resonancias exóticas; San Miguel, San Rafael, Ángeles y Neptuno, ofrendadas a santos católicos, seres bíblicos y dioses paganos, todos mezclados y en cercana convivencia, como en el alma de muchos cubanos. Arterias ahora esclerotizadas en las que habían habitado varias generaciones de habaneros y foráneos aplatanados, burgueses y proletarios, constructores y depredadores. Aunque el panorama presente hiciera complicado imaginarlo y creerlo, en aquella zona había palpitado el área comercial más importante de la ciudad, con negocios rutilantes y hasta alguna tienda incluso tan exclusiva como las de New York, París y Milán. Junto a ellas, el barrio chino, con sus aromas pegajosas y sus asiáticos desarraigados, vecinos silenciosos de un par de “zonas de tolerancia”, con “mujeres de la vida”, como se solía decir, servidoras públicas de las más disímeles nacionalidades, especialidades y tarifas. Allí también se habían erigido palacios burgueses, teatros y mercados, obras maestras del eclecticismo, el modernismo y el art decó, en vecindad con proletarias cuarterías y accesorios de baños y cocinas colectivas. Pero ahora imperaban en el territorio, avasalladoras e invasivas, diríase que casi con impunidad, la pobreza y la ruina física: una parte de la ciudad que, de ser tan habanera, los habitantes de la periferia citadina, como la familia de Conde, en cada trance de trasladarse hacia ella solían decir “ir a La Habana”, como si la parte fuera la propietaria absoluta del todo. Y esa Habana esencial funcionaba en el presente como espejo de un país cuyas columnas también se agrietaban, vencidas por el paso del tiempo, la desidia y el cansancio histórico.
La transparencia del tiempo (páginas 73-74 )
L'Alta Garrotxa
El tiempo tenía una manifestación extrema indefinible aunque una férrea presencia física
La Vall de Sant Jaume era una aldea paupérrima y apacible que siempre había vivido al margen de la historia o de espaldas a ella. Desde que los primeros montañeses escogieron como morada aquel valle remoto del Pirineo catalán, de muy intrincado acceso pero de clima benigno, la vida de todos ellos había cumplido una dimensión humanamente limitada, a lo largo (o corto) de la cual se cumplían los mismos ciclos biológicos y cósmicos, como un regalo o como una fatalidad. Entre el nacimiento y la muerte de los aldeanos que se empeñaban en permanecer en el valle solo figuraban cambios de estaciones, temporales de lluvia o nevadas intempestivas, plagas o epidemias, matrimonios y bautizos.
[…] Por no saber, ni siquiera se sabía a ciencia cierta si la vieja ermita había sido construida en la aldea o si la aldea había nacido alrededor del oratorio. Según el padre Joan, la construcción, levantada con piedras blancas de la región, debió de haber sido erigida cuatro o cinco siglos atrás, pero ni el dato ni mucho menos su precisión le importaba demasiado a ninguno de los pastores y carboneros moradores del caserío, para quienes el tiempo tenía una manifestación extrema indefinible aunque una férrea presencia física, como la centenaria encina de bayas dulces que se erguía frondosa en el patio de la ermita.
La transparencia del tiempo (páginas 118-119 )
San Juan de Acre
El tiempo tenía una manifestación extrema indefinible aunque una férrea presencia física
Dentro, sobre, contra las soberbias murallas de Acre confluían y se mezclaban hombres de las más diversas latitudes y razas, desde los pálidos teutones germánicos, asentados en su propia calle, hasta riquísimos mercaderes y artesanos genoveses, pisanos, venecianos, cada uno de ellos con su barrio particular, pasando por navegantes catalanes, cruzados franceses, lombardos e ingleses, gentes de Bizancio, Grecia, Chipre y hasta de la lejana tierra de los mongoles, además de los infaltables mercaderes judíos y campesinos libios, sirios y egipcios de tez bronceada, ya cristianizados o aun islamitas. Miembros de todas las órdenes religiosas militares tenían allí sus cuarteles generales y convivían con duques, condes y hasta príncipes de posesiones cercanas o remotas, reales o ficticias, y con un pobladísimo clero destinado a satisfacer la demanda de una catedral, cuarenta iglesias, varios monasterios y hospitales e incontables capillas de intramuros. Y, por supuesto, pululaban en la ciudad y sus alrededores marineros, aventureros, guerreros de oficio, pícaros y vagabundos, al tiempo que laboraba en sus catacumbas un activo ejército de prostitutas de todas las estofas, que se contabilizaban en miles.
Mientras atravesaba la ciudad, el fráter Antoni Barral había percibido el vértigo de su algarabía comercial y el ritmo frenético de sus gentes, arracimadas en el recinto amurallado. El zoco árabe, de donde brotaban mezclados los olores de los aceites perfumados y la mirra, los efluvios de las carnes puestas al carbón y los dulces melosos, la fetidez de los cagajos de camellos y el aroma ácido de las leches fermentadas, avecinaba su espacio con el mercado judío, donde refulgían las telas más cotizadas y proclamaban a gritos sus oficios los prestamistas, escribanos y orfebres, tratando de imponer sus voces por encima de las letanías de sus vecinos moriscos. Sobre la plaza iban a dar unos callejones abarrotados donde los también bulliciosos mercaderes pisanos y genoveses ofrecían sus mercancías, vendían espacios en sus muy marineras naves hacia todos los puertos del Mediterráneo y hasta fragmentos autentificados de la Vera Cruz y muchos huesos de santos y mártires. Apenas calle por medio y en abierta competencia con sus vecinos, los siempre muy bien ataviados venecianos se dedicaban a exaltar la transparencia de unas finísimas copas de vidrio recién importados, provenientes del Lejano Oriente, de donde, decían, habían sido traídos por el mismísimo Marco Polo. Animaban aún más el caos una multitud de lombardos borrachos y agresivos, de mutilados de guerra clamando por limosnas, de soldados francos hedientes a manteca y sudores cristalizados, de fanáticos de la Torá, el Corán y la Biblia que anunciaban lo mismo el fin de los tiempos que la llegada de la redención en todas las lenguas escapadas de la Torre de Babel.
La transparencia del tiempo (páginas 353-354 )