De Fernando de Rojas a Eduardo Mendoza
Los escritores de
Padura
Siempre había pensado que le gustaría escribir historias de gentes comunes, sin grandes pasiones ni notables aventuras, vidas pequeñas de esas que podían pasar por el mundo sin dejar una sola muesca en la faz de la tierra, pero que llevaban sobre las espaldas la carga impresionante de vivir cada día. Cuando pensaba en esas preferencias literarias, y leía a Salinger, los cuentos de Hemingway, ciertas novelas de Sartre y Camus, todavía creía que sí, que era posible, que podía ser posible. ¿Necesidad exhibicionista?, se preguntó entonces, cuando tampoco sabía si debía arrepentirse del arranque de sinceridad que le hizo confesarle al dramaturgo aquella siempre postergada afición artística, tan inadecuada para alguien dedicado por oficio a la represión y no a la creación, a las verdades sórdidas y no a las fantasías sublimes...
Leonardo Padura (1997): Máscaras (Página 113)
-¿Y qué andas leyendo ahora?
-Releyendo… El Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita.
-Ya casi nadie lee eso.
-El escritor era un colega, ¿no?
-Voy a tener que releerlo yo también.
Página 167
Al otro delincuente no sé, ¿Ramiro, me dijiste?, bueno, eso se parece más a una novela de Raymond Chandler… ¿Dime que no es verdad?...
-A Marlowe a cada rato le daban un trastazo…Página 295
Conde se colocó a la cabeza de los seguidores para disfrutar en primera fila del movimiento armónico del cuerpo de la joven cataclísmica y ya no tuvo dudas: Karla Choy era la dama de blanco. Gracias, Wilkie Collins.
Página 388
¿Te acuerdas de cuando teníamos veinte años y tú querías mucho a Hemingway? Siempre decías que te hubiera gustado ir a París y vivir como Hemingway en París.
Página 374
Escuchando el rumor monótono de la lluvia y disfrutando de la atmósfera refrescada, se fue a la cama con uno de los viejos tomos de la poesía de José María Heredia. Haberlo evocado caminando por la Alameda de Paula, casi doscientos años atrás, le había avivado la cíclica necesidad de repasar sus versos cargados de fuerza telúrica, de pasiones exaltadas, de comunicación con la naturaleza. ¿Heredia había sido tan apocalíptico como él? En realidad, más que él: bastaba para saberlo una enésima lectura de aquellos versos.
Página 385
Cuando despertó había oscurecido y dejado de llover. No podía precisar si había vuelto a soñar. Solo que la imagen estaba allí. Como el dinosaurio. Y ahora él podía verlo.
[…] -¡Procura que esto no sea una payasada tuya! ¿Qué cosa es eso del dinosaurio?
-El cuento más corto del mundo. Y el mejor –respondió Conde-. ¿Quieres que te lo cuente?
-“Cuando despertó, el dinosaurio estaba allí”- citó Miguel Duque-. Augusto Monterroso.
[…]-Primero felicitarle por sus conocimientos literarios, pero recordarle que ese cuento que citó es mucho más largo: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”…Página 385-386
¿Cómo pretender la escritura de una historia escuálida y conmovedora, como la de Salinger, después de haber visto la vida del “asentamiento” donde había miles de personas para quienes la escualidez no era para nada una sensación salingeriana de levedad espiritual budista sino la marca física y moral de una sordidez opresiva y muy difícil de superar?
Página 374
-Me encanta esa novela de Updike –logró musitar Conde, o al menos eso creyó-. Corre, Conejo… (cuando el delirium tremens)
Página 112